¿Cuándo fue la última vez que te preguntaste a qué le tienes miedo hoy en tu vida? Nos parece tan común asociar el miedo a los niños pequeños y a temores irracionales como la oscuridad, los fantasmas u otras amenazas en nuestra cabeza, pero somos muy poco empáticos de nuestros sustos actuales, adultos, racionales (y más aún irracionales).
Como he mencionado en otras oportunidades, el miedo, es una respuesta emocional básica, que nos permite estar en conocimiento de un posible peligro, incluso si no logramos identificarlo con claridad o nombrarlo. Como tal, aparece en nuestro cuerpo y nuestra mente de manera automática ante una situación, persona o estímulo que despierta en nosotros una señal de alerta respecto de nuestra seguridad y/o bienestar.
En otras palabras, el miedo nos contacta con nuestra vulnerabilidad, llevándonos a un espacio en nuestro interior donde nuestros recursos dudan de la capacidad de hacer frente con facilidad a lo que ocurre y, por ende, a un espacio de consecuencias desconocidas, que muy probablemente escapan de nuestro control. Esto me ha llevado a pensar que es justamente eso lo que nos obliga en nuestra cultura a desconectarnos de nuestros miedos, a dejar de percibir sus señales corporales o cognitivas y a catalogar sus signos cognitivos como irracionales, minimizándolos o simplemente negando su existencia.
En una cultura marcada por el autoengaño de la adultez como sinónimo de autosuficiencia (donde el mejor es el más fuerte, el que no necesita de la ayuda de otros y que se mantiene bien por sí solo, dando respuesta individualmente a sus dificultades), hemos aprendido a catalogar el miedo como algo negativo, que no sólo nos expone en nuestra carencia de recursos ante los otros, sino que nos impide dar respuesta a lo que necesitamos, como si nos frenara, nos paralizara. Es por ello, que olvidamos que el sentir miedo no sólo nos contacta con nuestra vulnerabilidad sino que hace viva nuestra capacidad de autocuidado, de pedir ayuda, de convivir con otros que pueden acompañarme en mis miedos, brindándome protección o simplemente compartiéndolos. En otras palabras, culturalmente hemos aprendido a leer el miedo como debilidad, cuando es una de nuestras principales herramientas para protegernos y asegurar nuestra supervivencia, física y mental.
Efectivamente el miedo puede tener una primera reacción de “congelamiento”, sobre todo cuando el peligro o amenaza percibido es de gran impacto. Sin embargo también nos moviliza a defendernos y guarecernos de ese peligro, a protegernos de aquello que puede causarnos daño y a tomar las medidas necesarias para seguir adelante con los resguardos necesarios. De lo contrario, los miedos se mantienen ocultos en nuestro interior, desgastando la energía que podríamos utilizar en darles una respuesta segurizadora en hacernos los locos frente a su presencia, impidiéndonos actuar en la dirección que queremos o necesitamos.
En base a ello, el desafío está en poder conocer nuestros miedos, familiarizarnos con ellos, y recoger de su presencia una adecuada lectura respecto de qué es lo que me hace sentir indefenso o en riesgo de no poder hacer frente. Este es el único medio a través del cual podré hacerme cargo de conseguir lo que necesito para asegurar mi integridad física y mental. Esta es la única señal que me permitirá cruzar la calle cuando veo a alguien acercarse con una intención extraña, proteger mis derechos cuando alguien está transgrediendo mi espacio a salvo o simplemente responder con argumentos racionales a aquella vocecita interna que ha comenzado a fantasear con peligros que no existen.
Sólo atendiendo al miedo puedo dar respuesta al peligro real o irreal que percibe mi mente.
¿Qué señales corporales percibes cuando sientes miedo?, ¿con qué frecuencia experimentas susto, temor, terror en tu vida?, ¿qué denominadores comunes tienen las distintas situaciones o personas que han despertado el miedo en tu interior?, ¿Cómo respondes al miedo una vez que lo percibes en ti?, ¿lo ocultas, lo niegas (quizás no sólo de los otros sino también de ti mismo) o te das el espacio para escuchar el mensaje y hacerte cargo de dar una respuesta protectora y atingente?
Te invito a re pensar tus miedos con autoempatía.
Haz una lista de tus miedos y reflexiona acerca de qué espacio ocupan en tu vida y cómo te haces cargo de ellos.
¿Será que les prestas atención? ¿En qué se traduce eso?
¿O será que los ocultas? ¿Qué consecuencias concretas tiene en tu vida el no prestarles atención?
Te invito a estar atenta(o) a mi próximo post. En el abordaré en mayor profundidad cómo podemos hacer frente a nuestros miedos, sin minimizarlos ni ocultarlos, sino escuchando su mensaje. Ojalá que cuando lo leas ya hayas podido responder las preguntas que te planteo en este artículo para poder aplicar de manera más práctica esta temática.
Como siempre, te invito a compartirme tu opinión y cómo te fue en la tarea de pensar tus miedos empáticamente. ¡Nos estamos leyendo!
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