Los problemas cotidianos, las tareas pendientes, eso que queremos tener o conseguir y no logramos aún, el ajetreo de la vida diaria, el ruido, las compras... Éstas y quizás cuántas otras cosas ocupan nuestra mente, a una velocidad que nos dificulta el silencio y el hacer nada y que nos dejan con la sensación de estar permanentemente ocupados.
Nos es tan fácil enredarnos en la infinidad de pensamientos y emociones que arremeten nuestra mente y corazón, que solemos creer que ese es EL mundo que nos rodea, que nos envuelve, nuestro todo, nuestro único contexto. Sin embargo, no es así.
Hace un par de años atrás tuve la oportunidad de hacer un viaje por Marruecos, al desierto del Sahara. Ahí, en medio de la nada, donde no había señal de GPS ni de celular, donde los turistas más cercanos estaban a minutos o quizás horas de distancia en dromedario a través de dunas absolutamente desconocidas, con la exclusiva compañía de mi marido y nuestro guía bereber (etnias autóctonas del norte de África) que nada sabía de Chile ni conocía de español o de inglés, viví una preciosa revelación.
Luego de un largo paseo en que hasta el aire era difícil de respirar por la sorpresa y maravilla del lugar, mi dromedario Marley me llevó hasta una tienda Marroquí en que las paredes y colchones eran frazadas agujereadas por la fuerza del viento, donde la oscuridad se había vuelto tan profunda que era imposible ver a más de un metro de distancia y el silencio era tal que parecía un ruido constante. Todo se sentía irreal al ser totalmente nuevo y desconocido, al punto en que no lograba identificar siquiera cómo me sentía.
Luego de atendernos con una rica comida, no había nada más que hacer; sin tele, sin señal de celular, sin luz, sin idioma en común. Sin embargo, mi marido encontró un instrumento musical que rompió el silencio y que despertó una comunicación maravillosa al ritmo de nuestro anfitrión, comenzando músicas y bailes, intercambios de ritmos y sonrisas, al más puro ritmo del desierto.
Solos los tres, sin otro idioma en común más que las ganas de comunicarnos, fuimos invitados a cubrirnos con frazadas y salir a caminar. Siguiendo muy de cerca los pasos del guía para no perderlo de vista ni caer, caminamos en fila india por la punta de una duna. Una extraña sensación de miedo calmo (que nunca había sentido ni volví a sentir) me inundó. Sabía que iba a suceder algo maravilloso pero completamente desconocido, entregada a la seguridad de quien nos guiaba aunque nunca logramos cruzar palabras.
Cuando se detuvo, en la mitad de la nada, bajó unos pasos por la ladera de la duna, la agujereó con sus manos y nos invitó a hacer lo mismo, para recostarnos ahí.
Silencio... puro silencio...
Solo el viento vibrando en mis oídos...
... y un millar de estrellas titilando en el infinito.
¿Qué estoy haciendo aquí?, nadie sabe dónde estoy. ¿Quién es este tipo?, ¿Cómo vamos a volver a nuestra tienda? Decenas de preguntas me bombardeaban por segundo hasta que mi marido me tomó la mano (no deja de sorprenderme cómo el contacto físico calma nuestra mente, nos aterriza, nos hace volver a lo concreto).
Silencio... puro silencio...
Solo el viento vibrando en mis oídos...
... y un millar de estrellas titilando en el infinito.
Fue ahí cuando al fin abandoné mi mente, sabiendo que por unos minutos no era necesario que yo tuviera claridad de nada, porque nadie sabía de mí ni de dónde estaba (ni yo lo sabía). Nadie podía encontrarme, por lo tanto no necesitaba saber quién era, qué estaba haciendo, a dónde iba o qué pasaría conmigo después, qué estaba sintiendo o pensando. Nada importaba, porque mis pensamientos y emociones, desde el cielo, tenían el mismo tamaño que un granito de arena y pasaban a ser uno más que se mezclaba con la duna.
Silencio... puro silencio...
Solo el viento vibrando en mis oídos...
... y un millar de estrellas titilando en el infinito.
Por primera vez, respiré libre.
Imaginé cómo me veía desde el cielo. Cómo me perdía entre esos millones de millones de granitos de arena, como un granito de arena más, perdido paulatinamente en esa duna interminable e indiferenciable de las que le rodean y comprendí el tamaño de mis problemas, mis cuestionamientos e inseguridades. Comprendí lo minúsculos y de poca importancia que son mis complicaciones miradas desde ese infinito. Mis deseos insatisfechos, frustraciones y culpas. Entendí lo ínfimos que son también mis temores, enojos, pensamientos y emociones, mis críticas sociales y los prejuicios que tengo hacia quienes me rodean y también de mí misma. Descubrí que nada importaban los roces o rencillas que sostenía, los resentimientos e incluso los anhelos, mis logros, mis expectativas de lo que sucedería minutos después, la semana siguiente o cuando se terminara ese viaje, mis estudios o experiencia.
Comprendí que mi mente es un granito de arena… y al fin descansé.
Sin embargo, la arena que levantaba el viento comenzó a golpearme el rostro, a incomodar, incluso a doler. ¿Cómo algo tan pequeño podía doler y molestar tanto? Y ahí comprendí.
Cada granito de arena, ese grano de arena, es fundamental para que se sostenga la duna, para que permanezca y para que permanezcan también las que le rodean. Y por minúsculo que parezca, es capaz junto a los demás, de sostenerse mutuamente. Esa gran duna, no es más que la suma de aquellos minúsculos granitos de arena.
Eso que normalmente bombardeaba mi mente y corazón, eso que se siente como el todo, no es más que la suma de minúsculas creencias y emociones (del tamaño de un granito de arena) que se van entrelazando, adquiriendo poder, construyendo dunas.
Así, por muy pequeños que sean tus pensamientos, emociones, preocupaciones, cuestionamientos, inseguridades, prejuicios, se sostienen mutuamente, encadenados y enmarañados también con los de quienes te rodean, sosteniéndose mutuamente en la interacción con otros. Sin ese granito la duna no es la misma, así como sin ese pensamiento o emoción nuestra percepción y sentir acerca de un hecho o de nosotros mismos no es igual. Sin ESE granito nuestro mundo y el de quienes nos rodean se altera, porque también se sostienen en nuestra existencia.
La clave pareciera estar en no olvidar que el tamaño (e importancia) de tus pensamientos, emociones y acciones es variable según desde donde los estés mirando, si desde el infinito o desde el Ego.
Somos muy importantes. Tu existencia no es casual ni trivial. Sostienes más de una duna. Pero no olvides que también eres pequeño, frágil, débil. Y que, como un granito de arena, es muy poco lo que puedes hacer solo.
Nuestro valor, nuestro potencial, aparece en la relación con otros granitos de arena. El valor, el potencial de tus pensamientos y emociones surge de la interacción con otros pensamientos y emociones. Es por ello que se vuelve fundamental tomar consciencia de cómo vas entrelazando tus ideas y sentimientos con otras ideas y sentimientos y también con las de quienes te rodean, porque ahí se convierten en duna.
Dunas que pueden ser un gran aporte, para reposar a la sombra o recostarse a ver las estrellas (para llevarnos a cumplir nuestros sueños, vivir en comunidad, desarrollar nuestros potenciales) o que pueden terminar siendo muy dañinas, generando tormentas y desorientando a quienes las transitan (haciéndonos creer cosas que no son, desarrollando estados emocionales que distorsionan nuestro juicio, perdiendo la objetividad de lo que nos sucede y sucede a nuestro alrededor).
¿Cómo se ven tu mente y tu corazón si los miras desde las estrellas?
¿Qué ideas, emociones y/o problemas has permitido se conviertan en dunas cuando realmente son sólo un granito de arena?
¿Qué granito de arena (idea, emoción o incluso acción) sostiene esa gran duna que pesa sobre tu mente y corazón en este momento?
¡Me encantaría conocer tu opinión! Anímate a compartirla.
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